ESTAMPAS CERRATEÑAS:

 

            PASTOREANDO en VERTAVILLO

 

 

 

                   Cipriano Antón en la memoria,

                      Pastor de oficio, primo y amigo,

                     Recién ido. Duele tu ausencia.

 

 

 

   Ya sólo queda él en Vertavillo. Es el único, quizá también el último, que ejerce el viejo oficio de pastorear las ovejas, eso de “llevar los ganados al campo y cuidar de ellos mientras pacen”.

  

   Es Jesús. Aprendió el oficio de su padre en Castrillo de Onielo, su pueblo, a penas a cuatro kilómetros, donde siendo todavía un niño, con siete años, ya salía con las ovejas. Cuando prematuramente faltó su padre, apenas un adolescente de catorce, se hizo cargo del rebaño, cambiando el pupitre por el campo, y los libros por las ovejas. La casa parroquial de don Erfidio, el cura joven recién llegado desde la Montaña, fue la escuela donde recibía por la noche las lecciones que, vara en ristre, a sus compañeros les daba por el día un maestro severo y castigador.

 

 

 

  Aquí se casó con la hija de Celestino Sardón, un pastor como pocos, artista, músico, soñador y niño grande, enamorado de su profesión, y fiel a ella hasta el final, que fue el maestro, padre y amigo, que le enseñó a conocer estos lugares y parajes, sus nombres, el arte de este oficio antiquísimo, - que percibo esencial para conocer y comprender la historia y el devenir de estos pueblos-, los mejores pastos, las fuentes,  y el monte palmo a palmo,  para acabar siendo al fin, antes de su marcha, el depositario de su sabiduría, de ese saber hondo, antiguo y callado  que dignifica y enaltece el sacrificado, desconocido y esclavo oficio de pastor:

 

  “Celestino, ¡qué manera / de hacer de sabio pastor!

/Bucólico soñador.  Faro de la paramera. /

Espliego de la ladera. / Salvia de los cerrales. /

Príncipe de Vertavillo”/  

 

le recitó Elpidio el día de su homenaje, un año antes de su muerte.

 

  Y aquí se cuentan ya más de treinta y ocho años, día tras día, de salir al campo, de ordeñar, echar de comer, recorrer solo estos montes solitarios, con la sola compañía de sus perros, el burro, las ovejas, y sus pensamientos. De dormir en el campo muchas noches, al raso en verano, o en alguno de los muchos chozos que hay repartidos por el monte, -siempre junto a un corral para poder recoger al ganado-,  y que me he encontrado, sorprendido y admirado de su perfección, cuando menos te lo esperas, en cualquier lugar del páramo de da igual qué pueblo.

 

 

 

     Jesús dice que en ellos nunca entra el agua. Son frescos en verano, y cálidos en invierno. Con un poco de lumbre para calentar la cena se ahuyentan los mosquitos, se calienta el aposento, y se duerme a pierna suelta, como un niño, sobre una cama de paja bien mullida, mientras sale el humo por la abertura de arriba.

  

  Le contaba Celestino que, cuando él era joven, en Vertavillo había hasta veinte pastores. Dos cuidaban las cabras de los vecinos del pueblo, y otros dos las muchas mulas que para las tareas del campo se tenían. Doce eran  jóvenes, y ocho viejos. Dieciséis pastores de ovino, y eso son muchas ovejas, quizá entre siete u ocho mil, entre las que repartir y compartir el monte, los pastos, los corrales donde encerrar, los chozos o cabañas donde dormir. Así se entiende que hubiera tantos, muchos más sin duda de los que aún hoy quedan en pie.  Todo eso, sin embargo, nunca fue causa de conflictos. Se llevaban bien, se ayudaban y salían juntos adelante. Al fin de cuentas todos eran pastores por cuenta ajena, criados de un amo, mal pagados, poco apreciados, y menos valorados. “Todo lo malo para el pastor, y más negrillo que trigo”.

  

   Aquí en el pueblo, en el corral, tiene a las ovejas que han parido, las que tienen corderos, las que ordeña mañana y tarde, antes de soltar y después de volver al pueblo al atardecer. Arriba, en el monte, en alguno de esos que aún quedan en pie, guarda el vacío. Las ovejas que no dan leche, las que aún no han parido, las que suelta.

  

 En unos meses, cuando éstas paran, bajaran al corral para ser ordeñadas unos meses, se invertirá el ciclo,  y las otras serán el vacío que subirá a los corrales del monte.

  

Como hoy no viene solo, no sube con el burro. Le  ha dejado en el corral, con las de leche, y salimos del pueblo en el coche, cambiando el camino del Picón por la carretera que sube a Hérmedes, hacia el este, remontando el estrecho valle por el que fluye el arroyo de los Madrazo, o Maderazo. A la izquierda quedan las edificaciones de lo que fueron dos de los tres molinos que tuvo en tiempos el pueblo, el otro estaba aguas abajo, donde le cruza la carretera que va hacia Alba. En dos se han recuperado las casas y las habitan en temporadas.

  

  Recorremos el valle que primero se llama de Hontoria, -es aquí donde está la ermita de la patrona del mismo nombre, pegada a la ladera, recostada a los pies del monte-, hasta llegar al puente de Pisón, donde dejamos el coche para subir andando, por un camino que sale a la derecha, hasta los corrales del monte donde estas noches están durmiendo las ovejas. Con la cachaba en la mano y las  alforjas al hombro, en las que además del pan duro para los perros,  lleva el almuerzo que su mujer, mi prima, nos ha preparado: una gran tortilla de patata, un pan, media torta, agua y fruta, subimos la cuesta.

 

 

 

   En un claro del bosque de robles y alguna encina que lo cubre todo, se levanta el gran corral de piedra. Al lado está el chozo también de piedra, de nueva construcción, igual que los antiguos, que levantó hace unos treinta años un hombre de Castrillo de don Juan, cuando se reparó el corral. Al lado, a pocos metros, otro muy grande del que sólo se sostienen algunas esbeltas paredes y el chozo. Otras, la gran puerta, y el tejado de la tenada se han venido abajo y son sólo ruinas desoladas de un esplendor antiguo. Son los llamados Corrales de Plaza. A unos cientos de metros están los que se conocen como los de Carracabaña, descompuestas sus paredes e inservibles para la guarda del ganado, sólo el chozo resiste en pie.

  

  Estamos en el monte de la Tiñosa, un paraje inmenso que se extiende hacia el sur. Un bosque de robles que ya empiezan a amarillear anunciando la caída de la hoja y el avance del otoño, y de encinas, siempre verde oscuras, en el que habita el lobo.  Laderas y ondulaciones suaves del terreno, por donde a veces cuesta abrirse camino y andar, suben hacia el páramo. Al otro lado están los pueblos de la Esgueva, que también son Cerrato,  con los que hace raya: Amusquillo, bajando por el  idílico valle de Arranca, -un oasis de humedad y frescor en estos austeros parajes de caliza tierra-, atravesado por la Cañada Real Burgalesa, con el pozo de Tablada que surte al abrevadero donde reponen fuerzas los ganados; y Torre de Esgueva, donde nació y de donde vino a casarse a Vertavillo mi bisabuelo Cipriano Antón, el tío Pacholo, pastor y  suegro de Celestino, padre y abuelo de pastores, -se le acaba de morir un nieto de su mismo oficio, y con su mismo nombre-, patriarca que fue de larga estirpe.

  

   Por el páramo, atravesando la Tiñosa de sur a norte, una línea de alta tensión domina y agrade el paisaje con sus gigantescas torres a modo de mecanos erguidos sobre sus dos poderosas patas de metal.

 

   De frente, al otro lado del valle hacia el norte, impresionante  también, Valdelobos, el otro gran monte que con éste de la Tiñosa conforma el valle llano, que poco más arriba cambia su nombre de Hontoria por el de Cohorcos. En él dominan los pinos de repoblación que pusieron hace cincuenta años, hoy ya un bosque tupido, por donde ya no pueden pastar las ovejas. El suelo del pinar se vuelve árido y las hojas que caen y lo cubren no dejan crecer la hierba ni las  plantas que éstas comen. Arriba, según vamos cogiendo altura a este lado, en el páramo plano, se ven sus tierras, ya cosechadas y aradas en espera de la nueva sementera. Detrás de la planicie del cerrato, al otro lado del monte, en otros valles, se asientan los pueblos con los que Vertavillo  limita y comparte término y suertes: Castrillo de Onielo, y Villaconancio.

 

   Nombres evocadores los de estos montes, sin duda. Éste de la Tiñosa donde estamos, dicen que hace referencia a la tiña, enfermedad de la piel del cráneo producida por diversos parásitos que ocasionaba la caída del cabello. Todos los muchos  pastores que por aquí anduvieron antaño, le dijo Celestino, eran por eso pelones, o casi calvos.

 

    Llegamos a la puerta del corral muy bien conservado por algún organismo público, que le ha salvado de caer en la desidia,  abandono y ruina de los otros. Junto a ella, atada está la perra que le ayuda a carear al ganado, que ladra loca de contenta al vernos porque sabe que pronto correrá libre. Jesús abre la puerta metálica del gran corralón para que salgan impacientes las ovejas. Primero salen los tres enormes mastines blancos, del tamaño de un carnero, que vienen a oler y conocer al intruso que acompaña al amo. Me quedo quieto junto a él mientras se hacen con mi olor, y él les da de comer los panes duros que trae en las alforjas, que se comen de dos bocados en un abrir y cerrar de ojos.

 

    Cumplidas las formalidades de la presentación ya no les inquieta mi presencia. El macho, la hembra y una hija de un año, lustrosa y fuerte, se entremezclan con las ovejas, que avanzan por el bosquecillo de robles, comiendo la hierba y mordiendo las ramas bajas de los árboles. No llevan la carlanca, ese collar ancho y fuerte, erizado de puntas de hierro que les preserva de las mordeduras de los lobos. Se confunden con ellas mientras avanzan escoltándolas. La perra roja inquieta, aprendiz de carea, corre alocada de un lado para otro sin parar, cogiendo la piedra que Jesús le tira, o recogiendo a las ovejas dispersas. Los mastines ni se inmutan. Caminan pesados, somnolientos, como ausentes. Nada más lejos de la realidad. Pueden oler al lobo si anduviera por estos montes, ponerse en guardia, salir veloces a su encuentro y hacerle frente. A la abuela de esta mastina le ha visto Jesús enfrentarse a tres lobos y aunque mordida, hacerles huir heridos. Con el rastro del lobo en su olfato cambian su actitud y registro, y cuando llega la noche espabilan, desperezan, velan, vigilan, aguardan, protegen, se vuelven activos, cobran vida.

   Es la misión que llevan en los genes, defender al rebaño, enfrentarse al lobo que le ataque o ronde, proteger a las corderas, y a los lechazos indefensos. El rebaño pasa las noches en el corral, a cielo abierto, en la soledad de la noche y del monte, sin la compañía del pastor, y los mastines son su única protección y defensa. No parece cierta la leyenda de que los ahuyente el burro. Lo que sí que hace su instinto es darse cuenta antes de su presencia, y percibir el peligro de su cercanía, resoplando, bufando y agitando los belfos.

 

    El rebaño avanza compacto entre los claros del bosque, con prisa. A nosotros, que vamos delante, nos alcanzan y envuelven. Están gordas y lustrosas. Hay algunas preñadas. Sólo levantan la cabeza del suelo, donde buscan las hierbas y plantas que arrancan y comen, para erguirse y alcanzar el vuelo bajo de la copa de algunos árboles más jóvenes y tiernos. Son un ganado inteligente, nada tontas, a pesar de su mala fama borreguil.  Saben dónde está el agua, y los mejores pastos, y encontrar los lugares más ventajosos para sus intereses. Cuando están cerca de lo que buscan nos dejan atrás y salen a la carrera a su encuentro.

 

    Es un día luminoso y claro de otoño. Hace calor. El paisaje aquietado, el silencio sólo roto por las esquilas que llevan algunas ovejas, la visión de un paisaje agradable en su humildad austera, los olores del espliego, la salvia, el tomillo y el romero, el alto vuelo de una rapaz, y la conversación pausada, envuelven el ambiente de serenidad, tranquilidad y mucha paz y calma que van calando el alma.

 

  Después de un rato de sube y baja por suaves ondulaciones del terreno, hay una bajada repentina y brusca a un vallecillo por donde tiene su discurrir la amplia Cañada Real Burgalesa, que con sus cien metros de ancho era una de aquellas antiguas autopistas ganaderas medievales de la poderosa e influyente Mesta, por donde en su ir y venir se movían los rebaños trashumantes. Ahora, en un intento por recuperarla, han puesto mojones que la delimitan para que no la aren ni siembren los linderos. Mientras el rebaño ocupa la cañada por la que discurre un camino, Jesús me lleva a ver uno de los pocos colmenares que quedan en pie y en uso, de los muchos que hubo y dieron fama a la miel del Cerrato. Las cajas móviles donde hoy las alojan y explotan, han dejado en desuso estos corrales de piedra, levantados al resguardo de una ladera, donde ésta arranca,  junto a un valle, y en cuyo interior se habilitaban las colmenas cerradas con puertas de madera,  con un agujero por donde entraban y salían las abejas. Ahora que ya he visto éste que Fernando, un apicultor amigo mantiene vivo, aprendo a distinguir otros que me encontraré luego abandonados a su suerte y olvidados.

 

  Siguiendo la marcha del ganado, entre el bosque, los claros y barbechos, pasamos junto a la casa de la villa. Unas ruinas de lo que un día fueron corrales de ovejas, cuadras de mulas, con la casa encima, y las eras. Aquí bajaban de Hérmedes a segar, trillar, y cosechar. Estamos ya más cerca de éste pueblo que de Vertavillo, y aunque esto es aún su término, estas tierras las cultivaban los de allí, viniéndose a vivir aquí en verano, cuando el trabajo en estos meses era más que de sol a sol.

 

   De pronto otra vez emprenden las ovejas la carrera. ¿Qué ocurre? Es la cercanía del agua del arroyo. Desde ayer llevan sin beber y corren a saciar su sed. Hemos llegado a un paraje amplio, fresco y húmedo, entre la carretera y el arroyo.  Son los Prados de Cohorcos. Allí confluye otro arroyo, -que baja de otro valle por donde dobla la cañada y sigue trazando su curso hacia Villaconancio-, con el nuestro de los Madrazo. A los bordes del cerrato  los arroyos trazan una Y en cuyo vértice están estos prados que el agua bendice. El Maderazo hace de límite y linde de los dos términos. En la otra orilla, la de Hérmedes, resisten las ruinas de un antiguo molino, y sus corrales, y  al lado una casa de camineros con las vigas al aire desnudas, retorcidas, partidas, enterradas  por las paredes caídas de recios adobes intactos. Hubo otras dos junto a la carretera, al otro lado del arroyo, cuyas piedras se llevaron numeradas cuando quedaron abandonadas.  Hacia el monte, más allá de la carretera, queda algún antiguo colmenar y las paredes desnudas, desdentadas, sin techo, de unos viejos corrales. Sin duda mucha gente tuvo que vivir, y dar vida en otros tiempos a este apacible paraje campestre,  tan lejos sin embargo de los pueblos.

 

  En una chopera talada entran las ovejas a comer las verdes hojas de los brotes, y las ramas retoñadas de los tocones. Pero donde más tiempo se quedan tranquilas, quietas, comiendo sin prisa, con los mastines echados a su alrededor, es en un campo de pipas recién cosechado, donde quedan muchas semillas caídas y gorras de girasol requemadas que llevarse a la boca.

 

  Aprovechamos para comer la merienda, ahora que las ovejas se están quietas, y nos dejan sentarnos sobre la carretera, -apenas pasan coches-, sobre unas piedras sin perderlas de vista, al otro lado, a nuestros pies.

 

  ¡Qué buena y qué bien sabe la tortilla comida con sosiego en la quietud del campo, haciendo un alto en el camino después de tan intensa y enriquecedora caminata!

 

  La tarde va avanzando. El rebaño se mueve entre la pradera, la chopera, el campo de girasoles y el agua del arroyo. En un momento, después de agruparse junto al puente, como si supieran que ya estaban todas, repuestas las fuerzas, como si un reloj inaudible les marcara la hora, se ponen en marcha de vuelta hacia los corrales de Plaza, a donde llegamos ya el sol metido y anocheciendo, por otro camino, por la orilla del bosque, por el monte luego, comiendo las pocas bellotas que encontraban, y mordiendo las últimas hierbas de una tarde mansa y sosegada.

  

  Atada la perra y dada de comer, echados buenos mendrugos a los mastines, salimos del cálido corral. El sotechado de la tenada aún está vacío. Las ovejas nos observan fuera, algunas se afanan con las piedras de sal en los pesebres. Nos despiden despiertos e inquietos los mastines, ya es de noche y acechan.

  

   Jesús cierra las grandes puertas metálicas, y bajamos despacio por el camino del monte, con la memoria llena de imágenes,  hacia la carretera y el valle por donde, debajo del puente de Pisón, baja oscuro el arroyo hacia el pueblo, donde las otras ovejas le esperan para el segundo ordeño.

 

 

   Mañana dicen que va a llover, pero a Jesús le esperan arriba, en Plaza, sus ovejas, y volverá a lomos de su burro a la Tiñosa a soltar el vacío, y a recorrer, como cada día, el monte y sus caminos.