ESTAMPAS CERRATEÑAS
ÚLTIMAS DESPEDIDAS.
En estos pueblos del Cerrato, de los que me fui de niño, y a los que he vuelto y paseo desde hace un lustro, se produjo hace décadas el fenómeno de la emigración, casi siempre hacia el País Vasco. El resultado hoy, cincuenta años más tarde, es la despoblación, y el envejecimiento de la población, lo que hace frecuente y explica las continuas despedidas de muchos de los nuestros.
Los entierros, como las fiestas patronales, las romerías, las semanas culturales, la cosecha, la vendimia, las comidas de confraternización de los quintos, y otros eventos populares, se han convertido en un elemento más del pasaje, además de la puesta en escena de la cultura, la tradición, y las costumbres de estos pueblos cerrateños.
En estos últimos meses, aquí en Cevico, he asistido, y participado, en la despedida de Emilia Sánchez, la “Titi”, de Pedro Zamora, y recientemente de Marcelo Cuervo. En Vertavillo despedimos a Cipriano Antón, y esta semana, en Castrillo Tejeriego, el pueblo donde vivieron, enraizaron y se desarraigaron cuatro generaciones de Antonios Nieto, mis antepasados tatarabuelos, acabamos de despedir a Esperanza Sancho del Val. En todas estas despedidas se repiten unos rasgos comunes: La concentración de gran parte del pueblo, a las puertas de la iglesia, para recibir el cadáver, la asistencia doliente y pesarosa a la misa de funeral, la posterior caminata hasta el cementerio, a las afueras del pueblo, en nutrido cortejo vecinal, y el pésame y abrazo a los hijos y familiares a la salida de la iglesia, o después de dar tierra y hacer el párroco el último rezo por quien nos acaba de dejar.
Todo empieza con el golpetazo inesperado y por sorpresa, como un mazazo sobre la mesa, de la comunicación de la noticia de la muerte, no quizá por esperada por una enfermedad irreversible, menos triste, sorprendente, y desconcertante.
El siguiente paso es la visita al tanatorio, para el encuentro, acompañamiento, apoyo, cercanía, presencia y abrazo a la familia que uno aprecia y quiere.
El tanatorio es un lugar sanador, de aquietamiento, interiorización, sosiego, aceptación, lágrimas que al compartirse se hacen serenas, allí donde comienza a hacerse el duelo, tomamos conciencia de nuestra frágil debilidad, y donde nos experimentamos necesitados de afecto, reconocimiento del que se fue, y abrazo cálido, apretado y casi siempre silencioso, porque no es fácil, y nos cuesta, parir e improvisar palabras de consuelo.
En el tanatorio nos enteramos de las circunstancias de la muerte, de los últimos momentos, de sus últimos gestos y palabras, mientras hablamos de ellos y compartimos vivencias y recuerdos, y nos cuesta también mucho reconocer en el cadáver expuesto a la persona que se nos fue, y nos deja con el dolor a flor de piel, y la herida de su ausencia de par en par abierta.
Se ha hecho tarde, estamos cansados y mañana nos espera un día duro por la despedida del ser querido. Es mejor volver a casa, intentar descansar, reposar, ordenar las ideas, dormir un poco si se puede. Nos vamos casi en silencio. Se nos han gastado las palabras, ya nos faltan. Vuelven las despedidas, los abrazos y los besos, a punto cada uno de subir al coche. El aire fresco de la noche nos hace cerrar el paréntesis de la vida y muerte del que se nos fue, y nos devuelve, aturdidos, al ritmo imparable de la vida que no se detiene, y nos arrastra y empuja hacia nuestras ocupaciones, que el encuentro con la muerte relativiza y vuelve triviales, casi insignificantes en este trance.
El tanatorio es de nuevo punto de encuentro. Allí nos vamos reuniendo, y van acudiendo amigos, vecinos, conocidos, y gente del pueblo que vive en la ciudad, para dar el pésame a la familia, que aguarda en la gran sala el último viaje al pueblo de quien acaba de dejarnos.
El funeral será hoy a las cinco y media en Castrillo Tejeriego, el pueblo donde nació y pasó Esperanza todos y cada uno de los ochenta y tres años de su vida. Tres cuartos de hora antes los operarios de la funeraria avisan de que van a proceder al traslado. Es el momento en que la familia se acerca al gran ventanal de cristal para ver por última vez su rostro antes de que se cierre la caja.
La tarde es clara, y luminosa. Detrás del coche fúnebre va el cortejo familiar con los suyos. Valle del Esgueva arriba llegamos hasta Renedo, desde donde subimos al páramo para bajar luego al pequeño y recogido valle que recorre, estira, y bautiza el arroyo Jaramiel, que se asienta, bello y silencioso, entre los más amplios y concurridos del Duero a la derecha, y del Esgueva a la izquierda. Cuando se acaba la bajada larga, ondulada y suave, está Villabáñez, luego ya toda la carretera es llana, con el arroyo a la izquierda hasta Villavaquerín. Desde allí hasta Castrillo nos acompaña por el otro lado.
Atravesamos los dos pueblos dejando la carretera de Tudela, y la de Olivares a la derecha. En el lavadero de Villavaquerín, la gran D que recuerda los pasos, rutas, y paisajes que por estos pueblos recorrió y describió Delibes, parece un guiño al paso de Esperanza. Jorge Urdiales, amigo, estudioso e investigador del escritor, su obra y su vocabulario, que ha puesto en vigor y valor estas rutas y estos hitos, dice que “se me va a hacer muy raro, después de 25 años yendo de continuo a Castrillo, no ver en la plaza a Esperanza y a Godo, su marido. ¿Tú sabes la de veces que les he preguntado por palabras rurales de las de Delibes?”
El viaje se sosiega y relaja en la tarde serena, de un azul intenso el cielo, y un verde pura vitalidad renacida el campo. No quisiera llegar nunca embargado por la quietud joven de este paisaje de primavera recién estrenada, que me atrapa y cautiva en esta hora de la tarde de este 22 de marzo de 2016. Pero el fúnebre cortejo va delante, deprisa, sin detenerse. Aparece al fondo de la carretera la iglesia y la espadaña de santa María Magdalena de Castrillo, levantada en su atalaya sobre los tejados de las casas. Más adelante se hace visible también, detrás, más lejos, la ermita de Capilludos.
Cuando llego al pueblo por varias calles sube la gente a la iglesia, que como en Cevico y otros pueblos están en lo más alto, -no así en Vertavillo, que levantado en un cerro, la iglesia está en la plaza, en el centro llano del pueblo-. Delante de la puerta hay ya concentrado un gran gentío. El coche fúnebre, con el portón levantado y el féretro asomando, espera la hora fijada en la esquela. Los hijos, mis amigos, con serena entereza aguardan delante, la emoción contenida, y la pena honda clavada en el alma que refleja el rostro, y se hace corriente de empatía que me sacude y conmueve hondo.
Tañe la campana a duelo. Don Miguel sale de la iglesia para recibir el cuerpo de Esperanza, acompañado por el sacristán, -un oficio que creía extinguido-, y rezarle con todos un responso aquí afuera. Se hace un silencio solemne mientras el cura recita su rezo. Castrillo, un pequeño pueblo del Cerrato vallisoletano en este valle entre valles, -como antes vi en las despedidas en Cevico y Vertavillo-, se ha reunido todo él en la puerta y en el interior de su templo para despedir a una de sus hijas. Una que nunca le abandonó, que se hizo a sí misma haciendo pueblo, y haciéndose pueblo ella misma. Sin duda perdemos una seña viva de la identidad e idiosincrasia de esta pequeña colectividad.
En Cevico y Vertavillo, sobre el altar, en un atril, Ricardo escribe con letras grandes el nombre de quien reposa en la caja a pie de altar. Aquí, el nombre de Esperanza, como una parábola, flota en el aire de este templo antiguo y grande, y le repite don Miguel continuamente en la celebración, la homilía y el rezo, invitándonos a la esperanza, -¿con mayúsculas?-, y convocándonos al consuelo en aquel que creemos murió y resucitó.
Avanza la tarde cuando salimos de nuevo a la puerta para la penúltima despedida y responso. Los que no van a ir hasta el cementerio se despiden. Los demás iniciamos la caminata en silencio, detrás del coche donde han vuelto a colocar a Esperanza. Sólo el cura, revestido con capa pluvial, va delante abriendo la procesión con el sacristán.
En Castrillo el cementerio nuevo está cuesta arriba, hacia el oeste, en la carretera de Piña de Esgueva. En Vertavillo, también es nuevo, y el camino es bajada pronunciada, hacia el norte, camino de Cevico. Aquí la caminata hacia el viejo cementerio, por la calle de san Miguel hacia la carretera de Valle, es suave y casi llana también dirección norte.
La subida pica y se empina, El sol nos da de cara y nos hace entornar los ojos y bajar la cara. Se escucha el silencio. La imagen y el recuerdo de Esperanza, alegre y vivaracha, sonriente y animosa siempre, y sus hermosos ojos azules trasparentes, se nos hace presente y agiganta en este último paseo junto a ella. Según subimos cada vez más arriba gana belleza el valle a esta hora de las seis y media. El cementerio está en una atalaya que domina un vasto panorama en el que el único color por todas partes es el verde joven de la cosecha recién nacida. Un lugar privilegiado para reposar el sueño de la muerte.
Lo demás es igual en todas partes. La fosa está abierta. Es hora del último requiem aeternam dona eis Domine, el lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen. El momento de bajar el ataúd a la tierra, de los operarios que lo sellan y tapan. De las lágrimas contenidas, y de las últimas palabras de consuelo, antes de salir del camposanto con la emoción contenida y un nudo en la garganta. De despedirnos en la puerta, de los últimos comentarios, antes de marcharnos, solos o ya en pequeños grupos cada uno camino de su destino y casa.
Cuando bajo la cuesta con el amigo común con quien la ocasión ha hecho encontrarme, mientras el paisaje me roba de nuevo el corazón y la vista, me llama la atención una luna llena inmensa, como una hostia gigante y luminosa, que aparece pegada detrás de la espadaña de la iglesia, y me imagino que también ella quiere aparecer, homenajear y despedir a la mujer entrañable que se nos ha ido y acabamos de decir adiós.
Ya me lo dijo este inquieto viajero incansable, estudioso a pie de pueblo de la esencia castellana en la obra de Delibes: “Una pena, Vidal, lo de Esperanza. Era el ser castellano puro”.