LA BAJADA DE LA VIRGEN

 

 

 

  Es domingo, y hemos quedado una cuadrilla, a las cinco y media, en la puerta del ayuntamiento, para subir a la ermita.

  En el Programa de Fiestas se dice:                                                               

17.30: Subida al monte, para proceder al traslado, en procesión, de Nuestra Señora del Rasedo, desde su ermita hasta la iglesia parroquial”.

   Algunos ya van de camino, a pie, o en coche, cuando subo hacia Santa Ana para reunirme con los que acudan. “Es para subir con tiempo, y a nuestro ritmo”, me dice Lázaro.

 

  Nos hemos reunido unos cuantos. Bajamos por la calle de San Martín, a cruzar el Maderano, que baja escuálido y turbio por la sequía, y enfilamos la carretera de Alba. A la derecha las antiguas eras, y sus casetas de adobe y piedra, testigos mudos de otro tiempo, hasta entrar, -dejando el Arrabal, a un lado, la carretera de Población al otro, algún huerto, y unas cercas-, en el camino que sale justo en la curva, y va a la ermita.

 

  Ése que, de niño, yo pensaba que era el “camino verde” de la canción de Carmelo Larrea , que cantaba Antonio Molina, y que yo escuchaba en la radio de la casa de mi abuelo, en el Puesto, creyendo sí, que era a éste, que yo bien conocía, a quien cantaba. Todos los sábados subíamos los monaguillos con don José, bien temprano, para la misa allá arriba. Tantas similitudes evocaba a mis seis años su letra. O quizá solo fuera mi infantil, y desbocada  imaginación, quien me hacía creerlo.

 

  El camino pronto se bifurca en dos. “El de siempre”, que sube a derecho, brusco y empinado, por la cara norte, más corto y duro; o el que llaman de la Porrina, más largo y tendido, que va rodeando el páramo, pasando por delante de la ermita, a sus pies, por abajo, para poco a poco ir ascendiendo hasta llegar al rasedo por la otra cara, y unirse con el que viene de Alba por el sur.

   No somos los únicos que suben. Algunos nos preceden, y otros más nos siguen. Todos por el “camino verde” de la cara norte.

 

 

   La conversación es animada, alegre, gozosa, y franca. Estamos contentos. Nos sentimos privilegiados protagonistas de una tradición, y costumbre, que recibimos de nuestros mayores, que se pierde en el tiempo que tiene la ermita, - allá por el siglo XVII-,y se repite desde entonces, año tras año, de padres, a hijos, y nietos, allá por mayo, cuando la Ascensión, -que caía en uno de los tres jueves del año que relucían más que el sol-, y Cevico celebra su fiesta de Letanías, hoy adaptada a nuevas fechas: Subir al monte para bajar en procesión a la “virgencilla”, -pequeña imagen de alabastro del siglo XVI-, desde su ermita, en andas, a la iglesia grande del pueblo, cerrada en invierno hasta justamente un día como hoy, que vuelve a abrirse, precisamente, para acogerla y recibirla en ella durante doce días, durante los cuales los hijos de Cevico  le honrarán al atardecer, cuando la quietud, y el sosiego inunda el pueblo, con la novena, y el canto de su himno.

   Al dejar la carretera parece que se acercara y agrandara la ermita. Está ahí, casi al alcance de la mano, a tiro de piedra, a poco más de veinte minutos de ascensión.

   Aparecen los almendros. Por el camino, y en las laderas. Es el árbol predominante antes de que aparezcan las encinas.  Los hay jóvenes y viejos; solitarios, o en pequeños grupos. Cientos de grandes y pesadas alpacas de paja siguen apiladas desde la pasada cosecha en una ancha explanada a la izquierda. Delante de nosotros salen al camino unas perdices, e inician la carrera, rápida y nerviosa, camino adelante, hasta levantar un vuelo pesado y corto que las devuelve al barbecho, o a perderse en el sembrado.

   Una brillante oropéndola, de vuelo recio y directo, alternando aleteo y alas plegadas, nos regala por un instante la vista, antes de perderse entre unos árboles.

   La cosecha acusa la sequía, está baja, amarillea por algunas partes. Más arriba son las amapolas que tiñen de rojo intenso el campo. Casi en el cerro, donde la vegetación es rala, y hay calvas, brillan las láminas de los cristales de yeso, que llaman espejuelos.

   Ha florecido ya el espino, el majuelo, y adorna el camino con sus matas de flores blancas, que hacen de parterre y jardineras que alegran los bordes.

   Se ven cuatro o cinco viñas bien cuidadas, cuando cogemos cierta altura, a ambos lados, al abrigo de la ladera. Los brotes nuevos las tiñen de verde y frescor. Ya quedan pocas cepas en Cevico, y eso que en un tiempo hubo tantas, que hasta el nombre le dieron, y llenaban de vino sus muchas bodegas.

  

El camino sube retorciéndose en zigzag, como esas culebras que se ven ahora, y salen a la carretera exponiéndose a ser pisadas por las ruedas de un coche. Cuanto más alto, menos yerba tiene el suelo y más áspero y pedregoso se hace. Aparece el romero. Aquí veníamos a coger el romero para el Domingo de Ramos. Hay grandes matas pegadas a la pared de piedra que bordea el camino para deslindarlo de la tierra, o la viña. Y madrigueras que han excavado los conejos, y de nuevo algún almendro.

 

  Ya solo falta el último repecho. Un giro a la izquierda y el último y más empinado tramo del camino nos aguarda. Al este, a la izquierda y a lo lejos se divisa borroso, subido a un cerro y envolviendo a su iglesia, el pueblo de Castrillo de Onielo.

 

  El camino, al fin, en su dureza, que obliga a detenerse para mirar el paisaje, y tomar resuello, se convierte en una rambla fresca, sombreada y hermosa, jalonada por veintitrés centenarias encinas. Fuertes, retorcidas, robustas, inabarcables al abrazo de una sola persona. Plantadas a ambos lados de la cuesta, animan e invitan al último esfuerzo para llegar a la ermita.

  

Ya estamos arriba, y el mejor regalo y descanso, la mejor manera de recuperar el aliento y las fuerzas, es la contemplación de la amplia panorámica, y el hermoso paisaje que se abre ante nosotros: Cevico a los pies, Castrillo a lo lejos, el amplio valle del Maderano de este a oeste, y las laderas y páramos que configuran la comarca en el horizonte, con el cerro del Castillo y la Cueva Grande justo enfrente, a la misma altura que estamos nosotros…

 

   Ya hay mucha gente esperando en la pradera. También los de la directiva de la Cofradía. La tarde es agradable y soleada. Ricardo abre la puerta. Empiezan los preparativos para poner la imagen en las andas. Cuatro hombres jóvenes la sacan a hombros a la puerta, sopesando, sosteniendo, equilibrando el peso y la postura. Una mano en el varal, -forrada en el extremo para hacer menos gravoso el peso sobre el hombro-, en la otra el bastón ahorquillado para apoyarse, y sujetarle en las paradas. Mientras se cierra la ermita y se cogen fuerzas, nos agrupamos en torno a las andas para iniciar el descenso procesional en un marco de fondo verde, espectacular y colorista como un cuadro donde se pinta la vida en movimiento.

 

  Primero va la imagen en lo alto de su peana de madera labrada, de dos cuerpos, envuelta en una nube de lirios y flores blancas, que da a la angarilla un aspecto compacto y armonioso. Detrás la presidente y los cargos directivos con sus varas de plata en la mano, y el párroco. Luego todos los demás.

 

 

 

   Los móviles activan sus cámaras para captar el mágico momento, arrancado a la tarde, en el que el cortejo, como suspendido en el aire, en un equilibrio difícil, sobre un terreno imposible, se pone en marcha, y flota la imagen, y navegan las andas a hombros recios y fuertes, inmune al brusco desnivel por el que comienza la bajada…

   Deshacemos el camino, en grupo compacto, dejando a la espalda la ermita vacía y huérfana, acercándonos al pueblo, y a la casa nueva y grande que será el destino de la comitiva, y de imagen engalanada y espléndida.

 

   Las encinas, mudos centinelas, susurran al paso con la brisa que mueve sus hojas, no sé si una oración o saludo a la vecina que se aleja, dejándolas aún más solas. Nos miran los almendros, las viñas, el espino, y el aire se llena al paso de aromas, y fragancias de romero y tomillo.

 

 

 

   Una parada, y otra. Otra más para el descanso de los esforzados porteadores. A las siete hay que estar en la iglesia, y vamos bien. Las conversaciones, los comentarios, los recuerdos, los saludos… hacen breve el descenso. Casi al final, Ricardo se reviste en la última parada.

   Donde el camino confluye con la carretera de Alba, aparece de pronto, tras la última curva, un gran gentío multicolor. Son los que no han podido subir a la ermita, y nos esperan para unirse al cortejo procesional.

   La cuadrilla alegre, campestre, dicharachera, montaraz casi, que baja del páramo, se ve recrecida, y los que nos aguardan y se nos unen, la convierten en solemne, seria, y formal procesión, formada detrás de la imagen, los cofrades y el párroco, que avanza por la carreta de Alba, hasta entrar por la calle del arrabal, recién arreglado el suelo, al pueblo, cruzando el arroyo, para subir y alcanzar en lo alto del cerro, donde se yergue inmensa la iglesia, de par en par abiertas sus puertas.

 

 

 

   Allí nos espera más gente, y más aún dentro. Toca el órgano Elpidio llenando la tarde de solemnidad, regocijo, y fiesta. El reloj de la torre da las siete, puntual a su cita con el pueblo.

   Ocupa su lugar de privilegio la virgen, en el lado del evangelio. No se ven las andas de tantos ramos de flores que le envuelven. A sus pies, sobre las gradas del altar hay seis inmensos centros de flores blancas, rosas, y rojas, sobre todo blancas.

   Comienza la bienvenida, el saludo, el canto, el ponerse en situación, calentando motores para los intensos días que nos aguardan, hasta devolver la imagen, dentro de dos viernes, de nuevo a su casa en el monte.

   Nada mejor para crear ambiente, mover los sentimientos y las emociones, que el Pregón que nos tenía preparado y nos regaló Pablo Tomás Pedrosa, “don Pablo”, maestro en la escuela de Cevico de la Torre durante dieciocho años, que fue desgranando recuerdos, anécdotas, vivencias, y personajes de aquellos años, emocionándonos, y poniéndonos un cosquilleo a flor de piel, y más de unas sonrisa en los labios.

   El colofón a una tarde intensa, es el canto del himno por una iglesia llena, desde el corazón y la garganta, envuelto en los acordes del órgano, a la virgen del Rasedo, que benigna con dulce mirada protección a Cevico le da. Éste sí que termina de subirnos arriba, haciendo nacer una alegría profunda en nosotros, como una euforia contagiosa que lo impregna todo, se desparrama en rededor, y se hace patente mientras vamos saliendo alborozados de una  iglesia más acogedora, cálida y luminosa que nunca.