CONVERSACIONES CON MIS APELLIDOS

 

           LOS PÉREZ,  DE REVILLA VALLEJERA

  

   El apellido Pérez no es muy común en Cevico de la Torre. No te lleva mucha gente, al menos en época no tan reciente. Sin embargo quiero, por la parte que me toca, conversar contigo, y bucear en los que de mi familia te llevaron, incluso de primero. 

 

   El punto de partida, tu primer Pérez que me encuentro, de quien me habló, y muy bien mi madre, fue su abuela Alejandra Pérez Mélida. Una mujer singular sin duda, que dejó una honda huella en ella, que aún perdura a sus noventa y cuatro años.

 

   Esta mujer vino al mundo en Cevico,  en una vivienda que allí llamamos cuevas, y en otros pueblos del Cerrato chozas. Había muchas. Eran como otro pueblo asentado arriba del pueblo, excavado en la ladera caliza por las que se escurre el páramo, que va desde la falda del cerro del Castillo, hasta la de la Cueva Grande. Y eran tantas que había dos barrios, y tenían sus calles, y las casas sus números… Aún hoy se conservan algunas a las que se puede entrar, recorrer, ver las habitaciones, y hacerse idea de cómo era, y podría ser allí la vida, - sólo dos ventanas al exterior, el resto a la luz del candil-. Otras se han hundido cediendo el techo del cotarro, aplastando las estancias, y bloqueando la entrada, convirtiéndolo todo en un montón de tierra apelmazada. Era el pueblo de los pobres, de los jornaleros, braceros, peones, trabajadores del campo en suma.  

 

CONVERSACIONES CON MIS APELLIDOS:

 

Casas cuevas de Cevico de la Torre

 

   Allí, en una de ellas, el 9 de julio de 1882, a las cuatro de la mañana, nació Alejandra. El cura Cayetano Cerezo, encargado de la parroquia de San Martín, le bautizó a los dos días, como era costumbre.

  

   Fue la tercera de al menos siete hermanos. Se casó a los veintiún años con un joven de veintidós, obrero del campo, como los de su casa, y que como ella vivía en las cuevas de Cameros, en la calle Mira el Valle, - hace honor el nombre a las buenas vistas que desde allí se tienen-, llamado Pedro Zamora Calzada. La boda fue el 14 de febrero de 1903, ante el párroco Joaquín Abad Aragón. Ella no firmó el acta por no saber, se dice.

  

   Tuvieron cinco hijos. Los dos pequeños fueron mellizos: Juana, Miguel, Nicanora, Fidela, y Julián Zamora Pérez.

 

   El 10 de enero de 1929 un lúgubre suceso cambió sus vidas, llenándolas de tristeza.   Juana, su hija mayor, con veinticinco años murió de parto, dejando huérfana a su nieta de tres años y medio, que no dudaron en recoger y llevarse  con ellos a la cueva. Allí mi madre abrió los ojos a la comprensión del mundo, viviendo los años más felices con sus tíos, y abuelos, pues aunque eran pobres y no había mucho, ni sobraba nada, “eran muy buenos”, y no le falto ni un pedazo de pan, ni el cariño y cuidados necesarios.

  

   Unos años más tarde, otra vez la desgracia les golpeó de nuevo. Fue el 6 de noviembre de 1933, con la muerte del abuelo Pedro, a los cincuenta y tres años, de una hemorragia cerebral.

  

   Faltando el jornal del marido, Alejandra “tuvo que ponerse a pedir”, y su nieta Carmen, ocho años, abandonó la cueva y se bajó al pueblo, a la calle Rioyo, con su padre viudo, su otra abuela, y sus otros tíos. Una nueva vida empezaba para ella.

 

  No sé hasta cuando estuvo Alejandra pidiendo limosna para vivir. Se la llevaron a una residencia, me dice mi madre. Pero no fue al asilo del pueblo, de don Pedro Monedero; tampoco al de Aguilar de Campoo como ella creía, porque en ninguno de estos dos lugares  he encontrado su defunción, ¿quizá Astudillo? Así que la fecha y el lugar de su muerte me siguen siendo desconocidos.

  

    Al no saber la fecha de su muerte, ignoro si viviría para recibir la terrible noticia de la muerte de su hijo Miguel, y la su hermano Teodoro, y la de su sobrino Juan, hijo de éste, el 2 de septiembre de 1936, en Villamuriel de Cerrato, a manos de unos falangistas que los arrancaron de sus casas, y los subieron a un camión para fusilarlos junto a las tapias del cementerio, y así vengar “el delito” de ser jornaleros, pobres, de haber votado a las izquierdas, y estar apuntados en la Casa del Pueblo.

  

    Tenían veintisiete, cincuenta y seis, y treinta y un años respectivamente, y los tres dejaron viudas, y huérfanos. Tres días antes se habían llevado por delante la vida de su cuñado Florentino Zamora, hermano de Pedro, en las afueras de Valoria la Buena, a diecisiete kilómetros de Cevico, al otro lado del páramo de los Infantes.

  

    El odio, el fanatismo, la intolerancia, y la sed de venganza volvieron irrespirable, plomizo, asfixiante y cruel el aire del pueblo.

   Alejandra y sus seis hermanos, -Sebastián, Teodoro, Antonio, Dominga, Nicanora, y Juan-, fueron hijos de otro jornalero de las cuevas, llamado Antonio Pérez Ocasar, que había nacido en la madrugada del día de San Antón, de ahí su nombre, a quien el párroco Alejandro Rodríguez bautizó a los tres días, el 20 de enero.

 

   El trabajo del que vivía, quizá heredado de su padre, era el de jornalero, o bracero, que “es el campesino sin tierras que, para vivir, se ve obligado a alquilar su trabajo a los terratenientes a cambio de dinero. El que presta sus brazos, y su fuerza a otra persona a cambio de una paga”.

 

   Antonio bajaría cada mañana, desde su cueva, hasta los soportales de la plaza, frente al ayuntamiento viejo, a la espera de que algún amo le contratase para trabajar sus tierras, o quizá alguna viña de las muchas que había entonces en Cevico, hasta el punto de deberles quizá el nombre, “Cepico”, lugar de cepas, esas que abastecían de vino al centenar de bodegas que, al contrario que las cuevas, hunden sus galerías hacia el fondo de la tierra, en los cotarros, debajo justo de las cuevas, y que no se han abandonado, hundido, ni muerto.

 

Cevico de la Torre (Recuerdos)

 

Plaza con soportales en Cevico.

 

   En la víspera de la Asunción del año 1869, Antonio, de veintidós años, subió hasta Vertavillo, ocho kilómetros más al este, para casarse en la iglesia de San Miguel, ante Manuel Puerto, cura de ese pueblo, con una joven de veinte años vecina de aquella localidad, llamada Ana María Mélida Beltrán. El padrino era de Cevico, la madrina de Vertavillo.

 

   En el nacimiento de sus siete hijos, se ve que Antonio y Ana María vivieron en diferentes lugares, quizá según para quién y dónde trabajase. Así, cuando se casó vivía extramuros, en terrenos de Gregorio Calleja. Cuando el 25 de julio de 1887 murió su hija Dominga, -de dieciocho meses-, estaban en el Corral de los Quevedo; y fue en su cueva de Cameros donde le sobrevino la muerte, el 3 de abril de 1917, a los setenta años, una edad avanzada para la época, pues incluso había llegado a conocer a sus nietos. No hizo testamento, se dice, suponemos que por no tener qué testar.

 

   Cuando murió Antonio, Ana María, su viuda, entró en el asilo para pobres de don Pedro Monedero, que atendían las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, Congregación que cuarenta y cinco años antes había fundado en Barbastro Teresa Jornet. Allí murió al año siguiente, a las diez de la mañana del 18 de enero, también a la edad de setenta años, de cirrosis hepática, y sin haber hecho testamento tampoco.

 

   Siguiendo el rastro de tus Pérez, los ancestros de mi abuela Juana, llego, y alcanzo al abuelo de Alejandra, su madre, que fue quien te trajo a Cevico desde su pueblo, pues ya te dije que aquí no me eras familiar, ni conocido.

 

   Se llamaba Esteban Pérez Rodríguez, el padre de Antonio, y había nacido en Revilla Vallejera, pequeño pueblo burgalés asentado en el fértil valle del río Arlanzón, junto a la autovía A 62, que transcurre por donde iba el antiguo Camino Real de Valladolid a Burgos, muy cerca del límite con Palencia, donde las bodegas, sus edificios de piedra y las vistas le dan su encanto.

 

Revilla Vallejera

 

   Cuando nació este niño, su abuelo materno le bautizó “de necesidad”, seguro que por estar su vida en peligro de muerte, aunque dos días más tarde, el 3 de abril de 1803, “por la duda de su validación”, fue bautizado de nuevo, esta vez en la iglesia, por Pablo Pascual Rebollo, cura de la parroquia de Nuestra Señora de la Zarza.

 

   Por aquellos años no eran pocos los recién nacidos a los que la comadrona, o algún familiar presente, bautizaba en casa por “extrema necesidad, o por peligro de muerte”, poniéndoles más tarde el cura los óleos, el crisma, y haciéndoles el ritual de los exorcismos en la iglesia, si sobrevivían, y estaban ya fuera de peligro.

 

   Desconozco cómo, cuándo, y porqué recorrió Esteban los escasos cincuenta kilómetros que separan su pueblo, y el de sus antepasados, del que sería el de sus descendientes. Por qué cambió la ribera del Arlanzón por el valle del arroyo Maderano; la comarca del Pisuerga por la del Cerrato; Revilla por Cevico, pero el 26 de noviembre de 1831, con veintiocho años, le encontramos casándose en la parroquia de este pueblo, con Juana Ocasar Rodrigo, siete años más joven que él, y con la que tuvo al menos cinco hijos: Antonia, Juana, Mateo, nuestro Antonio, y Francisco Pérez Ocasar.

 

   A los cincuenta y seis años, en alguna de las cuevas donde tenían su vivienda, el 3 de septiembre de 1859 le detuvo la muerte a este jornalero, al que quién sabe qué circunstancias llevaron a emigrar, buscar nueva vida, y fundar una familia en otro lugar, que luego sería el nuestro.

 

   El padre de Esteban fue Manuel Pérez Escribano, natural también de Revilla Vallejera, donde vino al mundo el 17 de diciembre de 1767. El cura José Miguel, párroco de la iglesia de la Zarza, le bautizó el día de Navidad, siendo el padrino Pedro Pérez Sanz, abuelo del niño.

 

   Manuel se casó con una mujer llamada Telesfora Rodríguez Palacín, madre de Esteban, vecina de un pueblo a situado a cuatro kilómetros y medio de distancia, llamado Vallejera, uno de los más pequeños de la provincia, que por su ubicación a 800 metros de altitud, cuenta hoy con un importante parque eólico. Se casarían en la iglesia parroquial de San Juan Evangelista, construcción del siglo X, y que es su principal reclamo turístico.

 

   Subiendo por el árbol genealógico de estos tus ancestros Pérez, llego al 7 de enero de 1727, fecha del nacimiento de Manuel Pérez Pérez, padre de Manuel, y marido que fue de Manuela Escribano Pascual, nacida también en Revilla Vallejera el 26 de mayo de 1731.

 

   Como curiosidad, aparece en su bautismo que fue su padrino el Licenciado Pedro Quintana, que era “medio Racionero”, que es el que está por debajo del Racionero o canónigo de la iglesia, que era el encargado de distribuir las raciones, o asignaciones a la comunidad. A Manuel Pérez le bautizó Silvestre Pérez, beneficiado de la parroquia de Nuestra Señora de la Zarza. Francisca Rodríguez, y el Licenciado José Baras fueron sus padrinos.

 

   La forma de vida tanto en Revilla, como en el vecino Vallejera, se limitaba al cultivo de la tierra, y al pastoreo de algún ganado lanar, por lo que lo más probable es pensar que la ocupación de estos tus ancestros fuese el de campesinos, y peones agrícolas, pasando esta ocupación de padres a hijos.

 

Chozo de pastor

 

   Con su padre, Pedro Pérez Sanz llego, por ahora, a tu Pérez más antiguo del que tengo datos. Nació en 1702, el 18 de febrero. Alonso de Mesa y Ríos, cura y beneficiado de preste de la iglesia de la Zarza le bautizó a los diez días. Otro beneficiado de la misma, Francisco Rodríguez, y María Ruiz fueron los padrinos.

 

   Pedro se casó con Manuela Pérez Pérez, que había nacido también en Revilla el 30 de diciembre del año anterior. Ellos fueron los padres de Manuel, los abuelos del otro Manuel, y los bisabuelos de Esteban, el primer Pérez que vino contigo para a establecerse en Cevico.

 

   Este Pedro era hijo de dos viudos que se casaron en segundas nupcias, sobre el 1700. El padre se llamaba Pedro Pérez Cabeza, la madre Francisca Sanz. Debieron nacer allá por el 1670.

 

   El reto, y la tarea apasionante del genealogista, es seguir investigando para conseguir sacar a la luz personas, historias, y datos que duermen el sueño del olvido en los libros sacramentales de las parroquias de estos pueblos; y dar fe de que existieron, y nos precedieron escribiendo, y modelando nuestra historia antigua, nuestros orígenes, quizá nuestras señas de identidad, que se hunden en las raíces del gran árbol familiar del que, a veces sin saberlo, formamos parte.

.